Touris trophy, siempre habíamos querido ir a la Isla. La épica de sus gestas estaba impregnada, desde una infancia borrosa y perdida a finales de los 60, en las crónicas traducidas del corresponsal Mick Woollett releídas mil veces sobre las apergaminadas páginas de Motociclismo cuando era «la revista internacional para todos los motociclistas». Monos Lewis de cuero negro y cascos Cromwell en los duelos Hailwood-Agostini eran imágenes estáticas en blanco y negro memorizadas de por vida en la carrera extraña, por el lado contrario del pavimento. Otra época, otro motociclismo, menos circo en el Continental Circus. Deporte en la cuna del «fair-play» con la publicidad de lona a dos colores; Champion, Castrol, Dunlop o Ferodo por las carreteras asfaltadas de dos direcciones entre Douglas y Ramsey; entre Ballaugh Bridge y Creg-ny-Baa.
Allí se corría a más de 100 mph. con la muerte de paquete entre los bordillos, casas y muros de piedra. Se mató Parlotti y también Herrero, pero hoy siguen driblando el escalofrío rápido en trazadas memorizadas al milímetro. Siempre habíamos soñado ir a la Isla y ahora llegaba el momento. Un reportaje sobre la semana de carreras era la excusa perfecta para acometer una ruta diferente. La casa Honda cedía una Shadow 600 para pruebas que acompañaría a la musculosa Harley Davidson Heritage Softail del 90. Sin mucho tiempo para preparativos y con la ansiedad del asfalto y la improvisación en las alforjas, nos lanzamos hacia Somosierra en una amenazante tarde de mayo oscurecida al coronar los 1.404 metros del puerto. Con los trajes de agua flameando al viento dejamos Burgos rumbo al País Vasco iluminados por un sol que seca la carretera. La luz anaranjada del crepúsculo se hunde por el oeste prolongando nuestras sombras en virajes de izquierda. Al pasar Irún la oscuridad es total y el trámite fugaz de la frontera nos introduce en Francia, donde las interminables rectas quedan enmarcadas por la fantasmal presencia de los chopos que jalonan campos imaginados a ambos lados de la carretera. Los músculos entumecidos por el calor, la lluvia y las vibraciones bicilíndricas a lo largo de los kilómetros piden una tregua y un luminoso de Fina anuncia la parada y fonda. La gasolinera, su minibar y el pinar posterior completan una larga jornada de 10 horas de autovía. Edmundo Rivero nos susurra un tango desde un minicassette de bolsillo, bajo el cielo estrellado que se desvanece rápido en el subconsciente. Amanece un día francés de sol velado que difumina las sombras en los alrededores de Burdeos. Hay que estar muy pendientes de los gendarmes y sus radares hambrientos, porque la ley es depredadora con los inexpertos y la infracción se paga en el instante, so pena de inmovilización del vehículo. Ellos sestean agazapados tras las BMW Boxer esperando completar su cupo mensual de multas cuanto antes. – Adieu mon ami gendarme. Dejamos la aburrida y cara autopista de peaje y circulamos por olvidadas secundarias entre Angouleme y Cognac; carreteras rebacheadas que brillan al sol de la tarde. El discurrir entre pequeñas poblaciones hace que la media caiga considerablemente y optamos nuevamente por el pago hasta París, pasando Tours, Blois y Orleans. La velocidad aumenta en cuatro carriles y el huracanado paso de los BMW y Porsche Carrera elevan la categoría del parque automovilístico francés por encima de una media utilitaria europea.
LA ECUACIÓN ESPACIO-TIEMPO NO PROCEDE EN LA BRITANICA ISLA DE MAN, MÍTICO LUGAR EN EL QUE EL MOTOCICLISMO PROTAGONIZÓ GESTAS GLORIOSAS.
El embotellamiento circunvalatorio de la gran ciudad del Sena nos despierta del sopor rectilíneo en el que estábamos sumidos desde hacía horas y hace que, centrados en descifrar el jeroglífico en movimiento, nos olvidemos de la pequeñez del tanque de la Shadow agotando su mínima reserva en medio de una vorágine de tráfico entre guardarrailes. El arcén es una cornisa sacudida violentamente por el paso de los MAN de dieciocho ruedas que hacen vibrar los trescientos kilos de Harley cuando pasan a 80 cms. de nuestros culos agachados. En esas estamos, en las del tubo de goma, el grifo de la gasolina y el trago amargo, cuando vemos acercarse una Sportster choperizada en rojo que para a nuestro lado. Su piloto nos indica por gestos la salida hacia un Scalextric de tres niveles que desemboca en un polígono industrial cercano a Orly, donde una estación Antar nos nutre de combustible. Concentrados otra vez en el laberinto nos perdemos el norte y salimos hacia Senlis-Arras-Calais. Sin apenas darnos cuenta, tras la excitación del episodio, el frío se hace sentir inesperadamente aunque aguantamos 100 kilómetros más y en las llanuras de Péronne nos atrincheramos para pernoctar al raso, iluminados a ráfagas por los destellos de la autopista. El músculo tenso de viaje no se relaja y la noche se torna gélida y espasmódica.
La primera luz de la mañana es gris perla y las brumas estáticas, a ambos lados de la autopista, dejan entrever la fantasmal visión de los campos sembrados de cruces blancas en el recuerdo de batallas antiguas: los muertos del Somme 1914-18. Son las 10 horas a 10 grados Celsius cuando, azotados por inusuales rachas heladas en mayo, llegamos al paso de Calais donde embarcamos. El mar es turbio-pardo y no inspira confianza en el momento en el que la caballería fornida del ferry acomete los primeros golpes de hélice. A lo lejos se divisan los blancos acantilados de Dover y la Pérfida Albión se acerca en zoom a 18 nudos.
Hace un frío glacial en las aduanas de Su Majestad, sin embargo, el trámite es nuevamente sencillo y enseguida enfilamos por los pavimentos uniformes de la A-20 hacía Folkestone, donde nace la Motorway-20 que en dirección noroeste se diri-ge a Londres. Las hierbas altas de las cunetas bailan alocadas al ritmo de los torbe-llinos y las ráfagas intermitentes que bajan del norte, mientras un sol tímido y empobrecido por las brumas difumina sombras. El tráfico es espeso pero disciplinado; un flujo constante y uniforme de vehículos repartido en la autovía de seis carriles. Circulando por el carril central vamos dejando a nuestra izquierda vehículos millonarios de kilómetros, herrumbre de los 70 castigada por la severidad del clima en bajos, puertas y junturas. Automóviles costrosos de colores
puros; Escort, R-5, Fiesta y algunas furgonetas que traspasarían la legalidad de una ITV rígida. Ford Transit infestadas por el cáncer de la corrosión y la lepra húmeda con miles de millas sobre sus oxidados palieres. Anglias y Morris Minor, sobrevivientes de otras décadas, enfilan campechanos por la izquierda con la constancia de las 60 mph. de su buen mantenimiento y puesta a punto. No es raro sobrepasar algun Jaguar o Bristol de los 30 y asistir al espectáculo visual y sonoro de una época perdida: la locomoción y el lujo sobre el asfalto. La policía está presente en la cuneta pero su función punitiva es raras veces notoria. Hay una cierta permisividad en los límites de velocidad, una confianza pactada entre la ley, el orden y el usuario; es la «flema británica». Seguimos en el carril central a un crucero de 140 km/h apurando todo el puño hasta los 160 en los adelantamientos y muy pendientes del retrovisor derecho para dejar paso a los Porsche 924 o Jaguar XJS V-12 que irrumpen en un flash meteórico y desaparecen sin más, fustigando su corazón por encima de los 200 CV en una imagen rapidísima, casi vertiginosa. También adelantamos trailers de dieciocho ruedas cuyas turbulencias nos sacuden de izquierda a derecha y hacen obligatorio el recurso del acelerón radical para no ser absorbidos en su peligrosa estela. En los alrededores de Maidstone la reserva de la Honda vuelve a manifestarse; 20 kilómetros hasta el vacío total: 15, 10 , 5 y ninguna Gas-Station en el carril izquierdo de la M-20. La parada es inminente. !Stop! La solución al problema se encuentra en el lado opuesto de la autovía. Sin pensarlo dos veces y con inercia española nos introducimos en una raqueta de dirección prohibida. Son unos 500 metros hasta el puente de cambio de sentido, pero en medio de la maniobra ilegal los destellos de los flashes azules y rojos de la ley ponen sobre la mesa una inminente realidad: Problemas. Una vez efectuado el alto, y con una cínica amabilidad, comienzan por enunciar de viva voz los artículos del Código infringidos acompañados de la pena correspondiente por su quebranto. En un chispazo de lucidez nos hacemos los suecos de Chamberí y entre gestos y frases manipuladas indicamos el depósito y la gasolinera. Son momentos de confusión en los que la victoria es nuestra ante la sorpresa local. Los representantes de Su Majestad entienden poco el aluvión de palabras y no tienen más remedio que hacer la vista gorda.
Un salto, un calambre en su guión estudiadísimo de ademanes, leyes y condenas para, instantes después, ofrecerse a escoltarnos hasta la estación de servicio haciendo uso de toda su parafernalia de flashes y posteriormente verificar -in situ- la autenticidad de nuestras carencias. Restando importancia al golpe de suerte llenamos de 4 Stars los depósitos y rodamos nuevamente por la autovía en dirección a Londres. La M-25 es una M-40 a la inglesa muy usada por todo el tráfico ligero y pesado que se dirige o pretende esquivar la ciudad del Támesis. Circunvalamos el Greater London que, siempre a nuestra derecha, inspira y expira la corona de «smog» ennegrecido protegiendo del sol absoluto a sus pálidos habitantes. Fábricas y depósitos se pierden a lo lejos y quedan enmarcados bajo un cielo opaco en el que el tráfico aéreo denota su incesante actividad. Estamos en Heathrow, donde zumban los DC-9, 747 y hasta el Concorde de las 11:30 con su bramido supersónico, atronando en días impares los alrededores del condado de Surrey. Londres se aleja al sureste y hacia el norte las nubes se revuelven veloces y negras, amenazadoras. Millas y kilómetros, kilómetros y millas en línea recta hasta Birmingham donde se desata la tormenta de agua y oscuridad a la hora del té. Hay que parar bajo un puente para colocarse el traje de agua, el plástico impermeable que flanea con el vendaval durante los kilómetros de borrasca. La noche artificial va clareando por momentos tras cincuenta kilómetros de aguacero y una tarde iluminada se abre paso entre dos cúmulos impresionantes. El aire, ahora limpio, ha cambiado su azote por la brisa lógica del que corta el viento a 140 km/. sin carenado. En Croft luce un sol radiante en amarillo vivo mientras giramos hacia el oeste por la M-621 respirando la proximidad húmeda del río Liverpool. La ciudad portuaria nos recibe resplandeciente y cobriza a la luz de la tarde, y las calles, brillantes por el agua recibida, reflejan un cielo puro en azul. Los muelles están vacíos y entre sus almacenes abandonados se respira una actividad agotada, como de otro tiempo. La vieja caseta de información sufre en sus gastados tablones de madera verdosa el paso de los años y las borrascas del mar de Irlanda. Está cerrada y en un cartel amarillento se pueden leer a duras penas los horarios del ferry. Hoy ya es demasiado tarde para el embarque y nuestros neumáticos ruedan indecisos hacia el descanso por calles empedradas, entre edificios portuarios cerrados a cal y canto. La ciudad luminosa y triste no tiene mucho discurso y sus barrios denotan un corte provinciano. Se adivina un esplendor decimonónico que quizás tuvo en sus estructura dos muelles desde donde partían los transatlánticos de la Blue Star hacía Nueva York y Boston. Hoy, sólo y desangelado, el transbordador de Birkenhead zarpa cada hora en el corto y tedioso trayecto entre Liverpool y la orilla opuesta de la desembocadura del Mersey.
El centro es una gran calle comercial ya muerta, plena de lugares comunes: Marks & Spencer, Mc Donalds, Wimpy, algunos pubs en «happy hour» y Mathew Street, donde quizá algún nostálgico pueda oir el eco lejano de los Beatles dentro de un Cavern de pega para turistas, aunque esa resonancia, distorsionada por el tiempo, sólo sirva para adormecer una tarde/noche tristona entre pintas de cerveza tibia.
La mañana aparece limpia a través de los ventanales del bed & breakfast en el que dormimos agotados de la monotonía rectilínea de las «motorway» británicas. El Lady of Mann nos espera y la animación se hace patente al llegar a la explanada de embarque. Hay cientos de máquinas en fila lógica y ordenada. Abunda el producto japonés en todas sus variantes, aunque BMW y Ducati están reperesentadas en gran número. Las placas indican procedencia; D, GB, NL, B, franceses y muchos italianos. Llegan noruegos, suecos y daneses; nuevos vikingos queriendo reconquistar la isla que en el siglo X fue suya. Unos alemanes embarcan entre el petardeo del dos tiempos y la sonoridad rotunda del boxer; BMW con side y una Bultaco Metralla matrícula de Düseldorff. De una Ford Transit oxidada están descargando las joyas de la corona: Triton Wideline 650 y BSA A-10 café racer. Máquinas de culto pilotadas por veteranos rockers a la inglesa. Té, tupés y Gene Vincent en cuero negro. La edad de oro del motociclismo más puro: Inglaterra, años 50.
Todos se acomodan en el vientre del paquebote, viejo hierro curtido en incontables travesías por un mar oscuro. Cuando la bodega está completa, las motos restantes son amarradas de modo arbitrario por la cubierta. Es un paisaje aceitoso y rugiente; máquinas acogidas por la gran máquina. La gasolina enmudece y el gas-oil impulsa lentamente las 4.000 tm del viejo ferry, donde se murmuran otras historias, hazañas reales o inventadas por los caballeros del asfalto, una dinastía motorista diferente, no común en otras tierras; España, por ejemplo. Una hermandad en peregrinación hacia la tierra santa de la velocidad bendecida: El Tourist Trophy de la Isla de Man.
Cuatro horas después y con la emoción contenida se divisa tierra por poniente. La maniobra de atraque nos devuelve a la realidad tras la breve singladura aderezada de mística, olas de tres metros y otra vez cerveza tibia.
«Allí se corría a más de 100 mph. con la muerte de paquete entre los bordillos, casas y muros de piedra. Se mató Parlotti y también Herrero, pero hoy siguen driblando el escalofrío rápido en trazadas memorizadas al milímetro»
La isla mágica no parece inmóvil desde la barandilla zarandeada por la pleamar y la rampa saluda al espigón del puerto. Las bodegas de la Lady of Mann vomitan humo blanco de combustiones imperfectas y van recobrando la vida los corazones mecánicos de las Paneuropean, GSX-R 750 o BMW k-100. Alguna reliquia del imperio tose y renquea y mientras los Bobbys distraídos se aburren de rutina. El espectáculo es magnífico en ruido, olor, grasa y otros materiales nobles.
El flujo humeante se va dispersando al llegar al paseo marítimo de Douglas, donde multitud de pequeños edificios de corte victoriano miran hacia una playa kilométrica y fea que limita el contorno de la ciudad. El sonido acompasado y uniforme del mar se ve alterado continuamente por excursiones más allá de las cifras rojas de los cuentavueltas de las multi japonesas, que aúllan en las 12.500 revoluciones por minuto. Algún que otro bramido twin -Made in England- se encarga de equilibrar por graves la tonalidad hiperaguda de Suzukis y Kawasakis. El ir y venir es constante; colores, brillos, luces y tonos en un común denominador de motocicletas, motoristas, motociclismo 100 por 100, full-time, 24 horas al día, siete días de junio desde 1907.
El aire es limpio, frío, y la luz del sol poniente brilla y se refleja en los cromados perfectos, dibujando escenas imaginadas en los pubs que se asoman a la bahía. Cientos de clientes, caballeros del cuero y el asfalto, beben a media tarde Newcastle Brown Ale en sus botellas transparentes. Si bebes no conduzcas, pero si tienes que beber, que sea Newcastle.
Tenemos que llegar a Ramsey, también en la costa oriental pero 20 millas al norte de la capital. La carretera es estrecha y abombada a dos aguas. El pavimento es perfecto, abrasivo y antideslizante; en gris oscuro y delimitado en todo momento por amenazadores bordillos. La trazada debe ser limpia, sin enmienda, porque el error se paga con el adoquín en arista. La pintura es densa y brillante, complementada por catadióptricos antiniebla de previsible utilidad. El trazado inmemorial ataja entre lomas azotadas por el viento y pequeños valles ensombrecidos de abedules, todo él enmarcado por muretes linderos que, pegados literalmente al asfalto, anegan cualquier escapatoria. Atravesamos Baldrine y Laxey rodeados por sus diminutas casas adosadas al camino medieval con avaricia de espacio y al salir de una cerrada a derechas nos vemos sorprendidos por la presencia luminosa de un pub abarrotado, nada más cruzar Laxey River. Se llama Coach & Horses y es el sitio perfecto para conectar con los lugareños. Paramos.
En el prado contiguo atruenan los escapes de una reunión del Club 59, pleno de café-racers en confraternización. Una imagen en blanco y negro de cuero satinado y metal pulido. Dentro, los acordes del rock&roll entronizan el ritmo de los motores afinados con el 4×4 de Eddie Cochran, entre tupés y pintas de cerveza. Algunas Newcastle después entramos en la conversación, de modo acentuado y gestual, facilitada por la camaradería multilinguística autóctona. Un veterano embutido en cuero se interesa por nuestra procedencia. – Ah, Spain. No vienen muchos por la isla. Muy bueno el año 69; Santiago Herrero, sí, un tipo rubio que corría con una Ossa Stroker contra las Yamahas oficiales. Incrédulos y sorprendidos por el comentario, entre el bullicio, Vince Taylor y las Newcastle, seguimos escuchando al entendido. – Sí, se mató en el 70 en la milla 13. Muy bueno, el último español que corrió el TT. En ese instante Jerry Lee cantaba «Chantilly lace». Era suficiente. Brindamos otra vez y nos abrimos paso entre la vociferante multitud hacia la puerta. Fuera continuaba la exhibición de maquinaria del Club 59, cuyo presidente de honor, el reverendo padre Bill Shergold, consiguió en los primeros años 60 cimentar las bases de un extravagante asociacionismo de rockers, entre cadenazos y penitencias colectivas desde la North Circular Road hasta la parroquia de Sta. María de Paddington Green, en el Londres más pop de 1963. Ora et labora: y entretanto afinaban sus Triumph T-120 Bonneville en la explanada bulliciosa del Ace Café.
Continuamos por la estrecha carretera ascendente atravesando aldeas diminutas; Dhoon, Glen Mona, hasta llegar al mar nuevamente en la bahía de Ramsey, azotada por severas ráfagas de nordeste procedentes de Escocia. El hotel es confortable y en su parking descansan varias pura raza de alta alcurnia: Norton Commando «Yellow Peril» (una preparación especial de principio de los 70), junto a una Laverda 750 SF-2 y varias BMW de todas las épocas. Después de instalados bajamos al bar del hotel donde, al amparo de unas Guinness, desbrozamos la atestada agenda del calendario de carreras; siete días llenos de acontecimientos humeantes. Todo ha comenzado en realidad una semana antes, en la que los entrenamientos privados matinales despiertan la isla de su letargo invernal. Aunque el banderazo de salida, el genuino chupinazo hacia la diversión motociclista más pura estalla en el «mad sunday» o domingo loco; curiosa y peli-grosa cita, ineludible para cualquier motorista en el Tourist Trophy. El circuito utilizado para las carreras oficiales -carreteras locales de uso diario que enlazan diversas poblaciones cerrado al tráfico ordinario para utilización exclusiva de los quema dos en dos ruedas que se atrevan a horadarlo, sin límite alguno de velocidad, durante las primeras horas de un domingo diferente. No es extraño que uno de los souvenirs más clásicos del TT sea una camiseta con la inscripción: “Yo sobreviví al Domingo Loco”. Todo transcurre con normalidad; algún que otro arrastrón sin importancia, algún que otro herido de diversa magnitud y alguna que otra baja lamentable. Es un riesgo asumido y consensuado.
En la latitud en que nos encontramos, 54° 05′ N, las noches son cortas y a las cinco de la mañana ya hay suficiente luz como para que se inicien los entrenamientos oficiales. Así, desde un sopor de duermevela en la madrugada se pueden escuchar, a lo lejos, los aullidos tetracilíndricos de las superbikes japonesas ascendiendo la montaña por las reviradas rampas, desde Gooseneck -el cuello del ganso- hasta Guthrie’s Memorial.
Tenemos que recoger nuestras acreditaciones en Douglas, en la sala de prensa del edificio principal situado en plena recta de salida, por lo que enfilamos temprano hacia el sur en una mañana transparente de sol y frío. El tráfico, en su mayoría motociclista, es constante arriba y abajo en busca de ubicaciones idóneas para seguir la carrera. Las matrículas amarillas con caracteres negros indican la procedencia británica, destilando todo un magisterio vial en su disciplinada circulación, sin aspavientos ni hachazos fulgurantes con el manubrio del gas. Los alemanes, omnipresentes y más bullangueros, cuentan con señales en su propio idioma, mencionando de manera machacona el sentido de la circulación. “Recuerde, circule por la izquierda”. La derecha para adelantar o estrellarse. Rebasamos algunos torries (pequeños camiones de reparto) de cerveza en su mayoría, y al llegar a Douglas damos un gran rodeo para esquivar la pista donde ha comenzado una manga de la categoría Ultralightweight-125 cc. Atraidos por el enervante y agudo ruido que proviene de la pista nos encaramamos sobre un muro negro de pizarra para comprobar que al otro lado, a unos 90 centímetros, discurre la competición en estado puro, sin escapatorias amortiguadas ni protecciones hinchables de alta tecnología. La escalofriante velocidad a la que se negocia la interminable bajada de Bray Hill, hasta Quarter Bridge, produce una sensación de peligro diferente. A 200 kilómetros por hora sobre una pista de no más de 5 metros y encajonados entre muros cortantes de pizarra, cualquier error significa la muerte y la confianza es una válvula de escape por donde ahuyentar el miedo. Al llegar al «paddock» y tras recoger nuestros pases «no limit» ascendemos a la tribuna de recta, hasta hace pocos años de madera, desde donde disfrutamos de una magnífica vista. Todos los boxes al aire libre con los mecánicos y el jefe de equipo y enfrente el legendario panel encerado de clasificaciones con los tiempos variables de cada piloto en los distintos puntos clave del circuito, todavía escritos a tiza por una legión de boy-scouts. Detrás del gigantesco tablero cuadriculado, y parapetado tras olmos y cipreses, el gran cementerio de Douglas sirve de testigo a «la más grande carrera de motos del mundo». La vida y la muerte separadas por un muro gastado de ladrillo.
Contemplamos el espectáculo humeante sin perder de vista detalles y gestos. Es una carrera contra el reloj y los adversarios, no hay espacio para sagaces coladas en los traicioneros virajes y los participantes deben tener el circuito grabado en la mente metro a metro, yarda a yarda para luchar contra si mismos en un juego de memoria y precisión. En los reportajes se adivina, bajo el casco, una concentración intensa, extraordinaria, y mientras el ayudante limpia la visera de insectos incrustados, los tiempos rivales y las estrategias son susurrados por el «team manager» al piloto, que con la mirada perdida asiente, ansioso por notar nuevamente entre sus piernas la bestia dócil de explosión febril. El discurso se acaba y con un chasquido se aleja el binomio hombre-máquina, apurando relaciones en un aullido sin eco hacia la velocidad pura.
Es el momento de acceder al parque cerrado que, expedito al público en general, se muestra en plena actividad. Alfombrado en verde por un césped espontáneo, está plagado de pequeñas furgonetas con sus puertas traseras abiertas a la curiosidad civilizada del entendido. Un solo «motor-home» destaca en negro al fondo; es el Rotary Norton Team. Decenas de tiendas de campaña ejercen de talleres improvi-sados donde se abrigan y duermen máquinas privadas que esperan la pista. Una gran carpa se erige centrada como pub y dentro el bullicio es notorio y la cerveza tibia. El personal es variopinto; pilotos, mecánicos, prensa, aficionados; todos conforman una dispar comunidad deportiva. “Por amor al deporte”, se podía leer en el carenado de Mike Hailwood. Una religión extinguida cuyo culto sobrevive en este rincón aislado, incontaminado, quizá a su pesar, por la carcoma publicitaria y circense de otras competiciones más rimbombantes. Fuera de la carpa las nubes que vienen de Irlanda, amenazantes, cruzan el cielo veloces hacia el nordeste, en dirección a Escocia.
Texto por Edi Clavo, Ruta 66.