Llevaba semanas caminando por el desierto, si me tumbaba boca arriba me alimentaba del sol, a la vez me empalmaba y secaba mis patas de gallo producto del camino andado. Si seguía caminando por aquel desierto jamás sería madre, mis ovarios se estaban secando y mis pechos tostando, sentía angustia por la cremallera que separaba mi oeste de mi este. Empezaba a dudar si era un buen hombre o una ambiciosa mujer. Tenía un mango de goma y cortaba mucho, quizá era un machete sólido.
Desde la infancia, antes de que matase al primer repartidor de leche del barrio y cuando aún no había vivido en Siberia, pensé que el desierto era un buen lugar para morir pensando en uno mismo lejos de la odiosa Nueva York. ¡Qué bonito sería morir calentito y abrazado a un cáctus!. Con el pecho dorado sin pelos y robándole rayos a esa señora gallega que tiene el sol en propiedad.
Una regresión fingió hacerme el bien, todo se aceleró cuando la copa vacía me recordó que antes estaba llena. Algo estaba en camino y no era la hija del malogrado repartidor de leche del barrio. Fueron horas arrancándome las uñas por no tener paciencia entre las piedras y las hierbas secas que ambientaban mi pisada. Preguntándome qué buscaba, sin que la ansiedad por llegar a mi objetivo me dejase una respuesta transparente y tranquilizadora. Debía encontrarles antes que la droga dejase de descansar en mi bolsillo de pantalón de uniforme industrial.
Escarbando en la arena con una pala de acero viejo buscaba niños muertos con bigote, antes de matarlos les pintaba bigote. Aquel tipo no era trigo limpio, el trigo no es bueno, te mata lentamente. Seguía sin entender quién me hablaba. Si yo era mitad hombre y mitad mujer, ¿quién era él?.
El desierto me comía terreno, era mucho más constante que yo, bebía de todo menos agua y todo con alcohol. Me deshidrataba a la vez que me venían imágenes de la hija del primer repartidor de leche que asesiné. Mi padre cumplió mis condenas, yo no pude seguir mi camino como un niño más. Rápidamente me aficioné a la leche de soja y eso fue mi primer tonteo con la droga.Yo trabajaba para la Policía de Rushmontiel y me drogaba mucho, en horas de servicio. Recopilaba teléfonos de mujeres en los atestados para acosarlas fuera de servicio. En la otra cara lunar me sentía bien escondido, era muy de día y me retorcía de dolor al pensar en esos niños muertos a manos de aquel asesino llamado a la fama por su gran creatividad. Un tipo con talento, arte y ganas de jugar bien sus cartas en aquel mundo que yo perseguía por ese desierto tan denso.
El rastro de mi perro Poya junto a la carpeta del comisario fallecido y un vinilo estropeado de Slayer me hacían pensar en el cometido; encontrar al asesino creativo vivo o tuerto. Si no lo mataba, lo dejaría tuerto en protesta por pintarle ese bigote a sus jóvenes víctimas. Niños con bigote, menuda crueldad.
Tras días por el desierto decidí volverme a casa en mi coche con tapizado de tercio pelo blanco y escuchando a Lovely Orgasm. De camino, sufrí la amputación del dedo meñique. No tiene nada que ver con el desierto ni con el asesino, me lo corté con un corta puros fabricado en China mientras conducía. Una vez dejé el ambulatorio del pueblo de turno, me sumergí en un bar con luces llamado Bocado Delicado. Mi perro Poya y yo queríamos mambo del bueno, a él le compré unas salchichas de pescado (hechas a base de espinas de lenguado y ojos de mero) y yo me fui de putas.
Solicité una mujer que no hablase mucho para pensar en otra que no estaba, otorgándome a mi mismo la concentración que exige el sexo ebrio. Un trago largo de zumo de selva virgen y unas gotas de vodka ucraniano me pondrían como un marine llegando a casa con medallas. Una mujer se acercó, la mujer era un queso pero sus pechos delataban su temprana edad materna. Su hija se acerca, se ríe y me desprepucia con la mirada. Cómo en esa película, me zumbo a las dos sin saber quien es la madre o quien es la hija que parió.
Había bebido por mi y por todos mis compañeros, así que eyacular fue como avanzar por la frontera de Texas con un ejército de monos armados con banderas colombianas. No pudo ser, me chuparon el dedo amputado y les comenté que mi perro era Poya, no entendieron el juego de palabras, decidiendo tomar un camino lejano al mío.
Era de día otra vez, el desierto me esperaba. Quería ser eficaz como los cowboys, como las cajeras del CVS, parecido a lo que un alemán hace con sus monedas ganadas bajo la lluvia. Comenzaba a cansarse mi Poya, la mujer que habita en mi, y hasta yo mismo. No podría seguir asintiendo cada día que pasaba en blanco como si nada sucediese, ese asesino seguía suelto y las víctimas en el desierto.
El presupuesto policial tenía un techo. Opté por algo novedoso, no sabía quién era el asesino así que secuestré violentamente a un padre de familia a las puertas de una tienda de perritos calientes. Le obligué a practicar sexo violento con una serie de alimentos de supermercado. Le expliqué que no sabía bien quien era yo, que era una mujer a veces hombre que servía a la policía.
Insistí que era culpable, que su pene era su machete y que todas esas frutas eran jóvenes violados con bigote que había matado. Tuve que avisarle que ya no hacía regalos por navidad.
Texto: Jaji iglesias de cerveza salada
Fotos: Alvaro Pastor